En mis primeros años como entidad despierta tuve la necesidad de arreglar un juguete de mi infancia, a la par de esto me hice amiga de unos vecinos de la calle que eran sumamente misteriosos: eran una familia entera de personajes de piel pálida y cabello ceniza rubia, reacios a aparecerse en público, cada tanto los veía pasar haciendo gala de su rareza, y como por ese entonces yo estaba sumida en la más absoluta oscuridad poco a poco me sumergí en su mundo.
El juguete a reparar, un perrito robot con gran sensibilidad, todavía lo tengo exhibido aquí entre las botellas de licores y puedo arruinarles el final de mi historia contándoles que nunca pude arreglarlo. El caso es que no es el final de la historia lo que interesa, sino el oscuro proceso que me llevó a intimar con un mundo que rehusaba con cierta vehemencia... proceso que de alguna forma fue detonante de que me transformara en nómada, eterna extranjera en búsqueda de un "algo" místico que disipara la oscuridad en mi interior.
Cuando le conté sobre el tema de Poochi -de su mecánica anticuada que impedía que se levantara como antes- mi amigo espectro con quien ya había acumulado por meses otro tanto de aventuras me mencionó por primera vez Abajo.
Muy a pesar de haber estado viviendo por varios años en aquella ciudad y de tener una personalidad audaz -estúpida- y curiosa nunca había escuchado el término "Abajo".
- No es un término- me dijo aquella vez, riendo con sarcasmo- es un lugar...
"¿Un pueblo cercano?"
- Una ciudad subterránea.
Me pareció ridículamente genial la idea de una ciudad subterránea, le pregunté en que lugar geográfico se encontraba y me contestó que bajo nuestros pies.
Como no siguió hablando del tema tuve que insistir con mi sutileza de acero.
"¿Y qué tiene que ver Abajo con mi perrito robot inválido?"
Por un momento -para hacerse el interesante- se quedó callado, luego soltó un suspiro y revoleó sus bucles ceniza por el aire, nervioso.
- No te lo dije bien, Abajo no es una ciudad, es un mercado- se acercó con tono de secreto- es un
mercado negro.
Como dije en un principio, en aquel momento mi vida estaba perdida en una oscuridad sin retorno ni aparente fin, quizás hoy en día lo pienso con temor: mercado negro nunca fue sinónimo de algo bueno. Ese día las dos palabras sonaban a aventura.
Obviamente le insistí para que me llevara, se negó en un principio alegando que la entrada era muy exclusiva y el ambiente peligroso, además de que socialmente hablando era un lugar muy secreto.
- Una vez que entrás a ese mundo es difícil salir, si te quedás detrás de la línea roja no hay problema y hasta es divertido, pero si llegás a cruzarte al otro lado no puedo asegurarte que vas a volver a ver la luz del sol en libertad.
Dicha la advertencia me guió a la entrada más cercana: una tapa de alcantarilla a unos pasos de casa, dentro se escondía una escalera que bajaba en picada hacia un destino oscuro.
A medida de que me adentraba en aquel lugar un frío se apoderaba de mi ser, quizás fue mi instinto de supervivencia pero fue completamente ignorado por mi cuerpo.
Abajo tenía luces de neón en su firmamento, era definitivamente una ciudad: edificios, tiendas, calles transitadas únicamente por zapatos inquietos. Nadie miraba a nadie, la gente, que bajaba desde otras entradas, se limitaba a fijar los ojos en el piso y adentrarse entre las callejuelas y tiendas que había por todos lados. Mi amigo me recomendó hacer lo mismo, porque resultaba sumamente sospechoso observar a los demás, como cometían un acto probablemente ilícito nadie quería sentirse observado.
- Además los que observan en general viene del otro lado de la línea roja- dijo, misterioso, y yo otra vez ignorante me dediqué a asentir mientras mis ojos bailaban entre los productos que se vendían a mi alrededor: animales exóticos, tiendas de ropa, accesorios, tecnología probablemente berreta, alcohol y drogas eran exhibidas como si se trataran de juguetes.
Juguetes.
Claro! "Vine a Abajo para buscar los repuestos para mi perrito robot" dije, entonces mi amigo me llevó por unas callejuelas no muy lejanas.
- Intentá recordar la salida más cercana a tu casa- pero ese no era mi plan aunque no lo dije.
Me hizo entrar en un negocio donde un amable oriental me mostró el gatito robot, el conejo, pájaro y tortuga, además de modelos que podían caminar y hacer otro tanto de piruetas. Me costó al menos media hora hacerle entender que quería arreglar el juguete por una especie de amor al pasado, no para usarlo.
Le dejé a Poochi, mi amigo me hizo marcarlo en un lugar secreto para evitar ser estafada, por un módico precio me dijo que volviera en un par de días.
Y volví, y aunque el coreano nunca solucionó el problema de mi juguete (según él no tenía tiempo) yo no dejé de ir.
De a poco fui descubriendo más salidas-entradas en distintos puntos de la ciudad, algunas estaban dentro de negocios de Arriba, otras tras puertas misteriosas en el medio de las calles.
Dejé de necesitar a mi amigo para entrar, y pude notar de a poco que en un mes conocía más cosas de las que él había conocido en años de entrar allí.
Fui haciéndome más conocida, por ende más respetada, empecé a avivarme de los estafadores que los había por montones en cada rincón.
Ante cualquier necesidad iba a Abajo, los mercados eran más baratos y variados, y aunque había que tener cuidado de que no te estén vendiendo cosas vencidas, el precio valía la pena.
Empecé a enterarme que la llamada línea roja era literalmente una gruesa línea pintada en el suelo que separaba Abajo en dos: de un lado el amplio mercado negro en el que yo me movía, con distintas entradas. Del otro lado del pincel carmesí los lugares eran más oscuros, no se veían locales sino mas bien casas cerradas y de aspecto lúgubre, figuras completamente tapadas se movían silenciosas, o se mantenían inertes apoyados en una pared, mirando nuestro lado.
A medida de que iba entendiendo a qué se dedicaba aquel lado de la línea empezaba a preocuparme por la ausencia de mi amigo. Había estado tan absorta moviéndome en el mercado que había ignorado por completo el hecho de que hacía días o quizás semanas que mi compañero de aventuras no aparecía.
Y fue un día lluvioso, durante los cuales buena parte de Abajo se inundaba que vi pasar a mi amigo, del otro lado de la línea, sostenido por dos hombres de aspecto macabro. Alcancé a ver su cara de horror y sin pensarlo me lancé a ellos, mientras de mi lado los siempre cabizbajos levantaban la mirada asustados, preguntándose entre ellos por qué estaba metiéndome en la boca del lobo.
En el
dark side también me miraban, pero con la curiosidad que tiene un felino cuando está cazando.
Firme, intentando ignorar mis propios pensamientos, me paré junto a mi compañero, lo tomé del brazo y comencé a arrastrarlo hasta la zona segura. Sentía la tensión en mi cuello y oía pasos que nos seguían, pero ni siquiera para eso me voltee.
Sin hablar, sin responder a las miradas de temor de todos fui hasta la salida más cercana y dejé ese mundo para siempre.
Si bien mi amigo me agradeció, ninguno de los dos volvió a sacar el tema, de a poco fui distanciándome de él hasta que un día me decidí a viajar por el mundo, buscar aquello intangible que desconocía.
Entre nosotros te digo, también me fui por miedo: más de una vez me pareció sentir miradas con malas intenciones siguiéndome en mi vida cotidiana. Además a esas alturas entendía que aquel lado de la línea se dedicaba a mercancía más bizarra y espantosa que juguetes chinos.
Yo no quise entender qué hacía de aquel lado mi joven compañero, y tampoco quise volverme parte de la mercancía.
Nada -y creo que ahí crecí un poco más- nada valía más que mi libertad.
Ya pasó mucho tiempo desde aquel entonces, ahora las miradas en la nuca de aquellos fantasmas no son más que pesadillas lejanas.
No pude escapar de la oscuridad: por mucho que lo intenté no fue hasta hace unos otoños que pude comprenderlo. Ella vive en mi, adentro, muy Abajo de mis cimientos. Como la misma luz de la superficie, en conjunto conforman mi estructura.